La independencia, imparcialidad y eficacia del poder judicial son los requisitos más importantes de un orden en el que prevalezcan las leyes decididas democráticamente en lugar de la arbitrariedad de quienes ostentan el poder en la política y los negocios. No es casualidad que, cuando se pretende suspender la democracia liberal, la primera hacha de guerra suela ser la independencia del poder judicial.
Sólo un poder judicial operativo, independiente e incorruptible puede garantizar que los agentes (no) estatales cumplan con la legislación aplicable. Si los jueces hacen caso omiso del derecho aplicable y el acceso a la justicia depende de la situación económica o social de una persona, entonces el poder judicial se convierte en parte del problema. En Estados con un poder judicial débil, derechos como la participación política, la participación económica y social, la integridad física o la protección contra la detención arbitraria son a menudo ignorados. En lugar de que todos los ciudadanos puedan hacer valer sus derechos, rige el derecho del más fuerte, poderoso y rico.
Un poder judicial corrupto significa que las leyes carecen de sentido y, en última instancia, prevalece la inseguridad jurídica, que es lo contrario del Estado de Derecho. La falta de seguridad jurídica también conduce inevitablemente a que el atractivo de un país para la inversión (tan necesaria sobre todo en economías emergentes y en situación de posconflicto) se resienta considerablemente. Por este motivo, la Fundación Konrad Adenauer aboga desde hace tiempo por el fortalecimiento de un poder judicial basado en el Estado de Derecho.
A partir de esta constatación, el poder judicial tiene una doble tarea: luchar contra la corrupción en el Estado y en la sociedad y, al mismo tiempo, velar por su propia integridad. Sólo un poder judicial que ejemplifique por sí mismo el cumplimiento de las normas de integridad puede ser un actor fuerte para la eficacia de los esfuerzos anticorrupción en otros sectores.
Tomado de la introducción del artículo.