¿Cómo hacer para no repetir aquel mismo trazo que nos ha llevado a que la política sea una carga para la economía y la sociedad peruana? La pregunta es válida, pues si no hay cambios sustantivos en las reglas de juego institucionales, nada que nos indica que las cosas vayan a cambiar de cara a las elecciones del 2021. Si antes se tenía que hacer una profunda reforma política, ahora esta resulta más urgente que nunca.
Pero la incertidumbre en nuestra vida política es no saber aún cuáles serán las reglas de juego que nos acompañarán en las elecciones del 2021. El Congreso tiene tiempo, hasta setiembre, para modificar las normas. Pero mientras más pronto lo haga, mejor. Sin embargo, se ha discutido poco y sin establecer prioridades. Esto es debido a que se confunden normas de diverso tipo y alcance. Así, por ejemplo, se entrecruzan aspectos del sistema electoral con los de derecho electoral, o aspectos de la administración con los de justicia electoral; mucho y nada, cuando no se tiene un plan y se desconoce el especializado campo de las elecciones.
La reforma política tiene que entenderse de manera integral, lo que implica discutir todas las modificaciones de forma conjunta y ordenada. La Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política (CANRP) elaboró un informe al que se suele hacer referencia, sin que este haya sido analizado adecuadamente. Partiendo de un diagnóstico, ubicó núcleos centrales de los problemas, elaboró propuestas, las sustentó y entregó una hoja de ruta para su implementación. Costó mucho que el Congreso anterior aprobara varios proyectos de ley, aun cuando fueron alterados por disposiciones transitorias. Esto permanece como una tarea pendiente del parlamento actual. Seguidamente, analizaremos cuatro aspectos que la reforma política aborda
1. El presidencialismo. Nuestro diseño institucional, siendo presidencial, termina siendo el de un presidencialismo parlamentario que genera serios efectos negativos, porque ha sido construido históricamente más como resultado de una puja entre el Ejecutivo y el Legislativo que como un sistema para un adecuado gobierno que pueda ser controlado.
En nuestro caso, tenemos figuras y mecanismos que son propios de los sistemas parlamentarios (como el del primer ministro, el Gabinete Ministerial, la interpelación y la censura de ministros, el voto de confianza, el voto de investidura, la cuestión de confianza y la disolución del Congreso), sin ser uno. Esto no es así en ninguno de los países de la región con sistemas presidenciales como el nuestro.
En los sistemas parlamentarios, el gobierno es elegido por el parlamento y responde ante él. En consecuencia, el gobierno nace –generalmente– de una mayoría de un partido o de una coalición de partidos. El primer ministro, que conforma su Gabinete, es el jefe del Gobierno, pero no es el jefe de Estado. Este cargo, sin poder, queda en manos de un rey o de un presidente que no es elegido por el electorado y tiene funciones de representación simbólica o protocolares.
De esta manera, el primer ministro y su gabinete se presentan ante el parlamento que los eligió para presentar su plan de acción de Gobierno y solicitar un voto de confianza que, por tratarse del primero en el período de mandato, se trata de un voto de investidura. Esto significa que el parlamento deposita su confianza en el Gobierno y lo inviste de poder y legitimidad para que actúe como Gobierno y, en consecuencia, sus actos se revisten de legalidad. Si no se le otorga el voto de investidura (cosa que pocas veces ocurre), el gobierno cae y se deben celebrar elecciones en las que el pueblo crea una nueva composición para repetir las fases descritas. Nunca ocurre que una oposición ostenta, desde el inicio, una mayoría absoluta en el parlamento, pues en ese caso le correspondería formar gobierno.
En nuestro caso, el diseño es híbrido y produce efectos distintos, así como también efectos colaterales. Esto ocurre porque el jefe del Gobierno y jefe del Estado es la misma persona, elegida directamente por el pueblo, por un período de mandato (salvo que sea vacado). Este no le debe la vida ni responde ante el parlamento para legitimarse. Sin embargo, en nuestro diseño institucional, la figura del presidente del Consejo de Ministro, mal llamado primer ministro, es un coordinador de ministros, no un superior de ellos, y no es jefe del Gobierno, pero debe presentarse ante el Parlamento y responder ante él.
Al formarse un gabinete, este debe presentarse ante el parlamento para exponer un plan de acción del Gobierno y solicitar un voto de confianza o de investidura. Lo mismo ocurrirá con los otros gabinetes a lo largo de un mismo mandato. El presidente, que es el que gobierna, no presenta el plan ni se hace responsable por él. Si el Gabinete recibe el voto de investidura, no tendrá problemas. Pero si no, debe renunciar. Cae el gabinete, pero no el gobierno, aun cuando este último sí se ve afectado. Esto ocurrió con el Gabinete Cateriano, pero con el elemento adicional que el presidente ya no puede disolver el Congreso el último año. Este puede censurar cuanto gabinete crea conveniente.
En otras palabras, estamos delante de una forma de gobierno poco funcional, particular del Perú. Para que funcionen un tornillo y una tuerca deben tener el mismo modelo y tamaño. Si no, ajustarlos a la fuerza no funciona. Así, ha ocurrido históricamente con nuestro diseño institucional.
2. La inmunidad parlamentaria. El Congreso debía debatir cómo mantener la protección del parlamentario en los casos de sus opiniones y votos. La propuesta de la CANRP era que la Corte Suprema se encargara del levantamiento de la inmunidad para los casos de delitos, creándose, además, un fuero especial para su procesamiento. Esta modificación nacía del mal uso que se le dio en los diversos parlamentos para encubrir a sus miembros.
Sin embargo, el Congreso ha terminado aprobando en primera votación, una modificación de la Constitución donde se extiende la protección de los congresistas a lo que llaman desempeño de sus funciones. Es decir, casi sobre todo acto, incluso delictivo, pues el artículo es ampliamente interpretable. Asimismo, se retira la inmunidad al presidente de la República, cuando en todos los países del mundo los jefes de gobierno la gozan por ser la máxima autoridad de un país. El retiro que se extiende a los miembros del Tribunal Constitucional (TC) y al defensor del pueblo. También eliminan la figura del antejuicio del que gozan los ministros de Estado. En pocas palabras, contra lo que se planteó, tendríamos congresistas que están protegidos y otras autoridades desprotegidas.
¿Qué puede ocurrir ante medidas tan controversiales? Se pueden configurar tres escenarios. El primero, que en segunda votación no se alcance los 87 votos, si algunas bancadas o congresistas cambian su posición. En ese caso, se mantendría la inmunidad parlamentaria en su artículo vigente de la Constitución, que es el que dio origen a la situación actual. El Congreso podría, sin embargo, elaborar una propuesta nueva y mejorada. Un segundo escenario es que en los próximos días el Congreso ratifique la primera votación, con lo que se modificaría la Constitución y ya no se convocaría a referéndum. Si eso ocurre, es probable, como se ha anunciado, que se interponga ante el TC una acción de inconstitucionalidad.
Dicha acción tendría que ser resuelta por los magistrados del máximo órgano interprete de la Constitución, con lo que regresaríamos también al mismo punto de partida: quedarnos con la cuestionada inmunidad parlamentaria actual. Un tercer escenario es que el Congreso ratifique la primera votación, pero, a diferencia del caso anterior, lo haga el último día de la presente legislatura; es decir, a mediados de diciembre. La diferencia con el escenario anterior es que en manos del Congreso se encuentra la elección de seis de los siete magistrados del Tribunal Constitucional, quienes tendrían que resolver después de diciembre y quizá cerca al fin del mandato del presente Congreso. Dicho escenario, en donde los candidatos están a la merced de congresistas que, por lo visto, miran sin cesar solo el corto plazo, podría ocasionar una seria distorsión en la selección de los magistrados del TC. Al final podríamos quedarnos sin reforma, pero sí con la misma inmunidad de siempre.
3. Democracia interna. En el Perú, tenemos partidos y movimientos sumamente frágiles, caracterizados por una impronta personalista. Al no tener cuadros o militantes, se enfrentan a muchas dificultades para presentar candidatos idóneos. Lo que suele ocurrir es que los cargos de elección popular se ven comprometidos por consideraciones económicas, decisiones arbitrarias e improvisación, en un contexto de elecciones no observadas.
El resultado de todo esto es que los partidos y las organizaciones políticas regionales terminan colocando en cargos de representación a personas sin mayor vínculo con el partido ni trayectoria partidaria o pública, lo que se expresa en malas gestiones, la desatención del vínculo representativo y la proliferación de conductas oportunistas, particularistas e, incluso, corrupción. De igual modo, es fundamental que el cumplimiento de las condiciones de ejercicio de la democracia interna permita mejorar el sistema a los partidos poco representativos, para tener menos de estas, pero más fuertes y con legitimidad ante la ciudadanía. Para la renovación política, además, será indispensable abrir el sistema de elecciones internas como un compromiso activo de la ciudadanía, en tanto aquel permite que la decisión de cuáles candidaturas presentar emerja de las dirigencias de los partidos y de un número reducido de militantes.
La Ley 30998, promulgada en agosto pasado y que debía aplicarse para el 2021, establecía elecciones internas, abiertas, simultáneas y obligatorias, recogiendo en lo sustancial la propuesta de la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política. Sin embargo, el Congreso anterior aprobó disposiciones transitorias y complementarias, alterando el diseño propuesto. Creó una doble figura: “elecciones internas” y “elecciones primarias”. De esta manera, los partidos inscritos (24) se beneficiarían al pasar por las “elecciones internas”. ¿Cómo son estas? Pues iguales a las que siempre se han realizado. Aquellas que han sido cuestionadas y que fueron el origen de deserciones, rupturas, mercantilización de la política y control absoluto de las dirigencias sobre los procesos internos. La modalidad de elecciones internas solo con la participación de los militantes se realizaba con una participación ínfima de miembros. Pues bien, con los resultados de estas “elecciones internas”, se tendría a los candidatos y listas inscritas. Estos 24 partidos pasarían luego a “elecciones primarias”. ¿Pero qué escogerían los electores que participarían obligatoriamente cuando las listas ya están confeccionadas? Esto solo generaría descontento. Pero hay más. Los partidos que recién se inscriben participarían directamente en las “elecciones primarias”, donde el electorado podría escoger entre los candidatos inscritos, tanto presidencial como parlamentarios. Esto podría causar confusión y decepción. Finalmente, el Congreso optó por suspenderlas hasta el 2022, manteniéndose la figura de las elecciones internas, en la que la mayoría de partidos se inclinan para realizarlas bajo el cuestionado formato de delegados. Esta decisión aún está pendiente.
4. El voto preferencial. La Comisión de Constitución del Congreso rechazó la eliminación del voto preferencial, pero aprobó el dictamen a favor de la paridad y alternancia en las listas de candidatos al Parlamento, generando entusiasmo en muchos sectores por tratarse esta última de una reivindicación de las mujeres varias veces postergada. Esto, sin embargo, se consiguió sin medir el efecto negativo del voto preferencial, que limita y reduce los beneficios de la medida afirmativa a favor de las mujeres.
En muchos países, la debilidad o el rechazo a los partidos políticos llevó al desbloqueo de las listas bajo el formato del voto preferencial (que se comenzó a usar en Brasil, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Panamá, Paraguay y el Perú), siendo el nuestro, además, el primer país de la región en aplicarlo, desde hace más de tres décadas. Los argumentos a favor del voto preferencial pueden resumirse en que permite al elector un mayor margen de elección, que el candidato se relaciona de manera más estrecha con el elector que con el partido político, que el candidato puede aspirar a ser elegido sin que el puesto que ocupa en la lista sea una limitación para ello y que el ciudadano valora más este tipo de elección que el de la lista cerrada. Sin embargo, está claro que la lista desbloqueada produce una dinámica interna en los partidos políticos, con independencia de la voluntad de los involucrados. La popularidad del voto preferencial entre la opinión pública no debe impedirnos observar que su impacto sobre los partidos políticos y los procesos electorales ha sido severo. Así pues, los argumentos en contra de las listas desbloqueadas gracias al voto preferencial son mayores.
El voto preferencial debilita a los partidos políticos, pues desata una inevitable lógica fratricida dentro de ellos. Esto, porque cada candidato, al necesitar ganar más votos que sus compañeros de partido, debe diferenciarse de ellos, surgiendo competencia interna allí donde debería haber colaboración. La competencia intensa por el voto ha originado tensiones y pugnas que, en muchos casos, han dejado huella de conflicto entre los candidatos, creando, a su vez, dificultades en las relaciones partidarias internas. Así, el partido político queda incapacitado para desarrollar una campaña unificada, en la medida en la que cada candidato hace la propia, impidiendo un mensaje partidario claro. También resulta casi imposible conocer el origen y el gasto de los recursos económicos de los partidos, pues el candidato no informa –o solo lo hace parcialmente– sobre sus ingresos. Sin embargo, el partido político se hace responsable por los recursos obtenidos por todos los candidatos. La lucha al interior de cada partido es tan intensa y competitiva por el voto que, incluso, algunos candidatos intentan impugnar actas de escrutinio. En muchos casos, no hay confianza en el personero o el representante oficial del partido, pues cada uno defiende sus intereses individuales.
El voto preferencial, asimismo, impacta negativamente en los organismos electorales, pues dificulta la labor de control que estos realizan sobre el financiamiento de los partidos. Al necesitar dinero individualmente, los candidatos terminan siendo vulnerables al apoyo financiero privado y pueden, en algunos casos, caer en manos de dinero mal habido. Así, la organización del proceso electoral se vuelve más dificultosa, tanto en la parte administrativa y logística, como en la capacitación de los miembros de mesa y de la ciudadanía.
Del mismo modo, el voto preferencial impacta negativamente en el elector, pues este recibe miles de mensajes (poco claros) que dificultan su capacidad de escoger adecuadamente. El elector no distingue fácilmente lo que es una oferta partidaria de una personal ni, mucho menos, diferencia lo que puede hacer o no un parlamentario. Ante una sobrecarga de información de esa magnitud, es fácil ser presa del marketing y la retórica. Y pese a que este mecanismo está vigente desde hace más de tres décadas, el número de los votos nulos para el Parlamento cuadriplica al presidencial, por lo que cientos de miles de votos se desperdician.
Finalmente, el voto preferencial impacta negativamente en las listas con paridad y alternancia pues, en la medida en la que los hombres tienen el mayor control de los recursos materiales y económicos de los partidos (como el de toda la red organizativa, comunicativa y logística), la campaña electoral los favorece desigualmente. De este modo, la composición de la representación nacional elegida probablemente no sea paritaria, sino que incluso puede terminar habiendo un porcentaje menor de mujeres parlamentarias que el actual.
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