La llegada del cristianismo al continente americano fue un hecho político, o si se quiere, consecuencia de un hecho político, ocurrido hace más de 500 años. Descubrimiento o cubrimiento, evangelización o conquista, salvación o exterminio, encuentro o choque, son criterios dicotómicos que se han utilizado innumerables veces para analizar lo sucedido.
El cristianismo llegó a estas tierras junto a un proceso violento de dominio militar y político que impuso el catolicismo a todos sus habitantes y sus descendientes.
Luego de cinco siglos de monopolio católico y convivencia política con las instancias de poder, ahora en toda América Latina surgen movimientos religiosos que hacen el camino inverso y quieren establecer sus modelos políticos a través de la conquista religiosa de sus habitantes. Estos nietos de protestantes europeos, hijos de los ‘evangelicales’ y pentecostales norteamericanos; estos exmarginados sociales y religiosos, invisibles en las encuestas de opinión, ahora llegan a la mayoría de edad y se alzan con banderas políticas en todo el continente, partiendo de sus convicciones religiosas; pero esta vez empoderados por la fuerza de los votos, debido al número creciente de sus miembros.
Por eso, algunos líderes evangélicos pretenden extender su militancia religiosa al fuero público y convertir ese bien ganado ‘capital religioso’ en un rentable ‘capital político’. De esta manera, han surgido partidos confesionales que buscan ser los ‘brazos seculares’ de sus iglesias —con la intención de equipararse o, simplemente, reemplazar a la Iglesia Católica—. Sin embargo, la historia política de los evangélicos en América Latina es mucho más compleja, y no se limita a esos intentos de mesianismos políticos con visiones ‘reconstruccionistas’.