De estas intensas jornadas podemos concluir que:
Los impactos impredecibles de algo inesperado que, de haber estado atentos, se pudieron evitar resumen la teoría del cisne negro acuñada a raíz de la crisis financiera del 2008. Actualmente existe una variación a esa teoría: “el cisne verde” que se aplica al cambio climático cuyos efectos ya vivimos y que agravados por el COVID-19 y la crisis Rusia-Ucrania amenazan en convertirse en la tormenta perfecta sobre nuestro planeta con consecuencias aún inimaginables pero ninguna amigable, poniendo en riesgo la salud humana y de los ecosistemas que habitamos porque una de las principales enseñanzas que nos trajo LA COVID-19 es que el vínculo de la salud y el cuidado del ambiente es indesligable; y al hablar de salud debemos integrar en el análisis la alimentación como un acto ético y político desde el productor en el campo hasta el consumidor final, también al uso sostenible de los ecosistemas como las grandes barreras y despensas de nuestro bienestar y al derecho a vivir en ciudades limpias, verdes, humanas donde las familias puedan desarrollar todo su potencial como motores de la sociedad.
El panorama es sombrío; sin embargo, aún existe una ventana de oportunidad para poder adaptarnos a los impactos inevitables y mitigar la fuerza de cambio climático pero para eso es necesario que desde la política se haga conciencia de los riesgos y consecuencias de los modelos no adaptados y plantear, desde adentro de los mismos partidos políticos, el cambio climático como trasversal a todas las propuestas a exponer a la ciudadanía y a sus propios miembros para que así, en democracia, se pueda para dar el salto necesario en políticas públicas implementadas que tengan a la ciencia y sus múltiples respuestas como guía y a la vida en sus formas humana, animal y vegetal como objetivo.