Si se pretende abordar los distintos argumentos en torno a la revocación de mandato, más vale que se entienda de qué se está hablando desde un punto de vista más teórico que práctico, pues sólo “si pedimos algo abstracto, podremos obtener algo concreto. De momento, no sólo es imposible conseguir lo que se quiere, sino que es imposible conseguir siquiera una parte de ello, porque nadie puede señalarlo claramente”[1].
La revocación de mandato, entendida como una institución de democracia directa que tiene como finalidad la destitución de un funcionario público de un cargo electivo antes de la expiración de su mandato, mediante la convocatoria de una consulta entre los electores (una vez satisfechos los requisitos formales estipulados en el marco jurídico respectivo), no es una figura de nueva creación. La primera autorización legal para el uso de la revocación de mandato —también conocida en Latinoamérica como referéndum revocatorio o revocatoria, o recall en los países anglosajones— se encuentra en la constitución del estado de Pensilvania del año 1776[2].
No obstante, no fue sino hasta la década de 1960, ante el llamado a la concreción de una participatory democracy, cuando el florecimiento de iniciativas de democracia directa (o participativa) —como la implementación de comités barriales y vecinales, consultas populares, encuestas públicas, presupuestos participativos e iniciativas de revocación de mandato— dieron consistencia a la inacabada búsqueda por un poder político próximo y limitado[3].
México no ha sido ajeno a la tendencia descrita. La revocación de mandato fue regulada en Chihuahua en 1997, en Zacatecas en 1998, en Oaxaca en 2011, en Aguascalientes y Guerrero en 2014, en Nuevo León y Jalisco en 2016 y en la Ciudad de México en 2018[4]. Finalmente, el 20 de diciembre de 2019, se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto por el que se aprobaron diversas reformas a la Constitución Federal, que incorporan la revocación de mandato para el titular del Ejecutivo federal, los gobernadores de los estados y para el jefe de gobierno de la Ciudad de México.
La figura pretende encontrar su fundamento en la teoría denominada irónicamente en la literatura norteamericana como “gun behind the door”, la cual ha sido poco explorada en Iberoamérica y postula la incontestable necesidad del control político y de la permanente rendición de cuentas de todos los funcionarios electos democráticamente[5]. Su trascendencia reside en la preocupación central del constitucionalismo en la era moderna: los límites al poder político, mismos que pueden resumirse en la contemporánea noción del Estado de derecho. Ello, en el entendido de que los elementos integrantes del mismo —como principio sine qua non de la limitación al poder estatal— son todos aquellos “mecanismos constitucionales que impiden u obstaculizan el ejercicio arbitrario o ilegítimo del poder y dificultan o frenan el abuso, o el ejercicio ilegal”[6]; incluyendo (claro está) a la democracia, concebida como un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que, bajo el procedimiento de la mayoría, autoriza a un “número muy elevado de los miembros del grupo” a participar en las decisiones colectivas[7].
Lo anterior debe forzosamente considerarse en el marco del Estado Constitucional de Derecho, cuyos cimientos se han establecido sobre la base de una nueva clase de relaciones entre el Estado y los particulares, fundadas en los derechos humanos, conceptualizados como principio y fin, pilar y objeto de la organización social, y en el que la democracia se constituye no sólo como una técnica o método de sustitución pacífica del poder, sino como una auténtica doctrina de fondo que parte del reconocimiento de la dignidad humana. Por tanto, la democracia actual debe estar indisolublemente ligada a la idea del Estado Constitucional de Derecho, provista de características tales como los derechos fundamentales, el pluralismo ideológico, el principio de mayoría y el adecuado funcionamiento de la división de poderes[8]. De lo contrario, sería imposible sostener la “superioridad ética de la democracia sobre otras formas de gobierno”[9].
No obstante, no es claro que la revocación de mandato, en el marco del Estado Constitucional de Derecho, funcione de manera efectiva como un mecanismo que impida u obstaculice el ejercicio arbitrario o ilegítimo de la autoridad y, en última instancia, la concentración del poder político. Por ende, no es incontrovertible que el referéndum revocatorio, como figura de democracia directa, cumpla adecuadamente con la función que le ha sido encomendada. He aquí, pues, el enorme cuestionamiento —lastimosamente ignorado en la polémica del momento— que subyace en la incorporación de la herramienta en cuestión a la ley suprema mexicana.
Para dilucidar la tan delicada interrogante (ineludible punto de partida de cualesquiera otras consideraciones en la materia), conviene tener en consideración, por una parte, las distintas ventajas (aducidas regularmente como argumentos en favor del mecanismo en cuestión) que la revocatoria supuestamente ofrece para la democracia y el control del poder político. Por otra parte, cabe estimar los riesgos (señalados como razonamientos en contra de las reformas constitucionales aludidas) que un sector de la literatura especializada y diversos actores políticos identifican en la figura.
Se ha dicho que mediante la introducción de la revocación de mandato en el ordenamiento jurídico mexicano se fortalece el principio de la soberanía popular y, con ello, se profundiza y mejora la democracia, fortaleciendo su versión representativa con mecanismos de democracia directa. La premisa filosófico-política que subyace en la ventaja aducida es de antigua raigambre: la protección de los derechos fundamentales de la persona (limitaciones naturales al poder público) no sólo es compatible con la democracia, sino que la misma debe ser considerada como el desarrollo natural del Estado moderno, cuya fórmula política reside en la soberanía popular. Esto es, la mayor garantía de los derechos humanos reside en la posibilidad de que los ciudadanos participen directa o indirectamente en las decisiones colectivas[10].
Lo anterior se complementa con el argumento de quienes sostienen que la mejor forma de participación democrática es, precisamente, a través de los mecanismos de democracia directa (como la revocatoria), llegando incluso al extremo de considerar a la democracia representativa “como culpable o errónea desviación de la idea original del gobierno del pueblo”[11]. Tendencias como la referida han adquirido mayor vitalidad, como resulta lógico, en entidades estatales marcadas por el desprestigio inconmensurable de las instituciones de democracia representativa y un legado democrático francamente escaso, por no decir inexistente.
Si bien los argumentos analizados en los párrafos precedentes resultan indudablemente atendibles, la revocación de mandato conlleva, como la democracia en sí misma, riesgos significativos.
Es cierto que —como se ha dicho desde la Antigüedad— el sistema democrático de convivencia encuentra su justificación (además de en las razones antes referidas) en el argumento que aduce que la colectividad en su conjunto tiene la capacidad de tomar determinaciones prudentes y conformes con la razón, puesto que “podría ser, en efecto, que los más, bien que sean individualmente virtuosos, sean con todo mejores, cuando se asocian, que estos otros, no individual sino colectivamente (…). Donde muchos están, cada uno tiene su parte de virtud y prudencia, y reunidos vienen a ser la multitud como un hombre dotado de muchos pies y muchas manos y muchos sentidos, y así también en el carácter y la inteligencia”[12].
Sin embargo, no debe olvidarse que la razonable dirección de “los más”, bien puede convertirse —como tantas veces ha ocurrido en la historia— en la cruel y decadente “tiranía de la mayoría”. “¿Qué es, pues, una mayoría considerada colectivamente sino un individuo con opiniones y, la más de las veces intereses, contrarios a otro individuo que se llama la minoría?”, preguntaba Tocqueville, quien con esmero advertía a la naciente nación estadounidense sobre los profundos riesgos de depositar una excesiva confianza en la sabiduría de los muchos. “Pues bien, si se admite que un hombre revestido de un poder omnímodo puede abusar de éste en desmedro de sus adversarios, ¿por qué no ha de admitirse lo mismo tratándose de una mayoría?”[13].
Las angustias de quien viera el germen de la tiranía en el derecho y la facultad de hacer todo de cualquier potencia, “llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia”, no fueron de manera alguna extrañas para los filósofos de la Antigüedad. Aristóteles identificaba con absoluta claridad aquellas democracias en las que “el pueblo y no la ley es el soberano”, situación que, según explicaba, era obra de los demagogos. “El demagogo”, escribe el Filósofo, “no surge en las democracias regidas por la ley (…) los demagogos nacen ahí donde las leyes no son soberanas y el pueblo se convierte en un monarca compuesto de muchos miembros”,[14] convirtiéndose en un déspota. “Al referir [los demagogos] todos los asuntos al pueblo, son ellos la causa de que los decretos prevalezcan sobre las leyes. (…) Y por encima de esto, los que tienen alguna queja contra los magistrados alegan que quien debe juzgar es el pueblo, y éste acepta de buen grado el convite con lo cual se disuelven todas las magistraturas”[15].
Los redactores de la Constitución norteamericana (tan cercana en su forma y sentido a la ley suprema mexicana) identificaron también en la democracia directa, alejada de la supremacía de la ley, el cimiento de la tiranía de la mayoría. De acuerdo con lo expuesto por Madison en El Federalista, en una “democracia pura la mayoría sentirá un interés y una pasión comunes (…) y nada podrá atajar las circunstancias que inciten a sacrificar al partido más débil o algún sujeto odiado. Por eso esas democracias han dado siempre el espectáculo de su turbulencia y sus pugnas (…) y por eso, sobre todo, han sido tan breves sus vidas como violentas sus muertes”[16].
Quien fuera el cuarto presidente de los Estados Unidos encontraba que dichos riesgos sólo podían mitigarse a través de “un gobierno en que tiene efecto el sistema de la representación”. En él, al tiempo que “se afina y amplía la opinión pública, pasándola por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país”, se propicia la existencia de un mayor número de partidos e intereses y “haréis menos probable que una mayoría total tenga motivo de usurpar los derechos de los demás ciudadanos”, como consecuencia de su capacidad de regir a un mayor número de ellos y a una extensión territorial considerable[17].
Los diversos argumentos expuestos en las líneas que anteceden encuentran un innegable sustento histórico: en años recientes, la revocación de mandato ha sido implementada en países que han transitado hacia regímenes autoritarios, como consecuencia de los triunfos electorales de políticos y movimientos demagogos. “Tanto en el caso venezolano como en el boliviano —expuso recientemente Enrique Toussaint—, la revocación de mandato supuso un antes y un después para las débiles democracias de ambos países”[18].
Bien podría pensarse, sin embargo, que lo aquí referido en contra del referéndum revocatorio no puede aplicarse en exclusiva a dicho instrumento o a los mecanismos de democracia participativa; los riesgos identificados —se dirá— son achacables al régimen democrático en su totalidad. Aún más, la experiencia histórica de los últimos dos siglos demuestra que dichos riesgos son también aplicables a la democracia representativa, y su actual desprestigio (que por momentos se ha acercado a una franca deslegitimación) es prueba ineludible de que la construcción democrática es por su propia esencia imperfecta. Si se pretende rescatar a la democracia de su actual estado, será necesario buscar nuevas soluciones que, como el régimen en sí mismo, serán ontológicamente imperfectas y riesgosas, pero perfectibles. Finalmente, “nadie pretende que la democracia sea perfecta ni omnisciente. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las demás que se han probado de tiempo en tiempo”[19].
¿Cómo justificar entonces la inserción de la revocación de mandato en el aparato constitucional mexicano frente a los argumentos que identifican en ella una herramienta plebiscitaria empleada por demagogos y que propicia la denominada “tiranía de la democracia”? ¿Cómo argumentar que se trata de un mecanismo que impide y obstaculiza de manera efectiva el ejercicio arbitrario o ilegítimo de la autoridad y, en última instancia, la concentración del poder político? ¿Qué lecciones deja la reciente celebración del primer ejercicio revocatorio en México? Las respuestas a éstas y otras reflexiones constituyen el apremiante encargo de la deliberación democrática en México.
En este cometido, sin embargo, no puede olvidarse que, como afirmara el general Charles de Gaulle, cuando “los griegos en los tiempos antiguos solían preguntar al sabio Solón: ‘¿Cuál es la mejor Constitución?’, él solía contestar: ‘decidme primero para qué pueblo y para qué época’”[20]. Antes de caer en la tentación de adoptar “formas democráticas que han demostrado estar muy expuestas al fracaso”[21], conviene examinar los caracteres de la realidad política mexicana y admitir que sus problemas básicos han sido el incumplimiento sistemático del orden constitucional, la precariedad de la cultura democrática y la erosiva polarización, que constituye el principio de “las enfermedades mortales que han hecho perecer a todo gobierno popular”[22]. Cualquier introspección futura en torno al tema requiere un humilde y franco reconocimiento de que en el pasado mucho se hizo mal y que lo visto en el reciente proceso revocatorio, incluyendo el evidente desacato al orden normativo, constituye el último capítulo de una problemática que representa al sistema político mexicano en su totalidad.
¿De esto se deduce que es imposible redimir a la democracia mexicana de su precario estado? Todo lo contrario. Es urgente reformarla y dotarla de un nuevo sentido, revisándola integralmente, si fuera el caso, pero a condición de que no se creen expectativas de transformación automática que conduzcan a la frustración y, paradójicamente, a un retroceso de la democracia. Que no sean la demagogia, el ilusionismo y la ignorancia, sino la sabiduría jurídica, la inteligencia política y el realismo los que inspiren la inacabada brega democrática.
[1] G.K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo, Barcelona, Acantilado-Quaderns Crema, S.A., 2008, p. 20-23.
[2] Zimmerman, Joseph F., The Recall. Tribunal of the People, Nueva York, State University of New York Press, 2013, p. 14 y ss.
[3] Rosanvallon, Pierre, La legitimidad democrática, Espasa Libros, S.L.U., Barcelona, 2010, pp. 273-275.
[4] Garrido López, Carlos, "La revocación de mandato en las democracias de América Latina", en Teoría y Realidad Constitucional, No. 47, Universidad Nacional de Educación a Distancia, México, p. 324.
5 Zimmerman, Joseph F., op. cit., pp. 14 y ss.
6 Bobbio, Norberto, Liberalismo y democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, pp. 17 y ss.
[7] Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 2001, pp. 24-26.
[8] Pétrol, Marcel y Boulois, Jean, Institutions politiques et droit constitutionnel, Dalloz, París, 1990 pp. 56-59.
[9] Bidart Campos, Germán J., En torno a la democracia, Rubinzal-Culzoni Editores, Santa Fe, Argentina, 1990, p. 21
[10] Bobbio, Norberto, op. cit., pp. 45-48.
[11] Bobbio, Norberto, op. cit., pp. 206-209.
[12] Aristóteles, Política (traducción de Antonio Gómez Robledo), Editorial Porrúa, S.A. de C.V., México, 1967, pp. 275-277.
[13] De Tocqueville, Alexis, La democracia en América (traducción de Héctor Ruiz Rivas), Fondo de Cultura Económica, México, 2019, pp. 288 y ss.
14 Aristóteles, op. cit., pp. 299 y 300.
[15] Ibidem.
[16] Hamilton, Madison y Jay, El Federalista (traducción de Gustavo R. Velasco), Fondo de Cultura Económica, México, 1957, pp. 39 y ss.
[17] Ibidem.
[18] Toussaint, Enrique, artículo "Revocación de mandato: ¿qué nos enseña la historia?", en Milenio, México, 9 de abril de 2022. Disponible en: https://www.milenio.com/opinion/enrique-toussaint/columna-enrique-toussaint/revocacion-de-mandato-que-nos-ensena-la-historia
[19] La frase es de sir Winston Churchill: “Many forms of Government have been tried and will be tried in this world of sin and woe. No one pretends that democracy is perfect or all-wise. Indeed, it has been said that democracy is the worst form of Government except for all those other forms that have been tried from time to time”. La traducción es de quien suscribe estas líneas.
[20] Suleiman, Esra N., "Presidencialismo y estabilidad política en Francia", en Linz, Juan y Valenzuela, Arturo (comps.), La crisis del presidencialismo, Madrid, Alianza Editorial, 1997, p. 211.
[21] Sartori, Giovanni, Ingeniería constitucional comparada, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 7.
[22] Hamilton, Madison y Jay, op. cit., pp. 39 y ss.